lunes, 26 de mayo de 2014

Capítulo 1: Los 4 padres de una única hija - Parte IV

A la hora de almuerzo la niña no había comido casi nada, estaba decaída desde hacía varios días, tenía una tos profunda y seca, se le hundían las costillas, no estaba respirando bien, María Elisa la cubrió de coles para bajarle la fiebre, pero la niña tiritaba, se retorcía y lloraba, poniéndose de color rojo amoratado, así que mejor decidió dejarla descansar después de dar vuelta las hojas al menos un par de veces. Mientras le ponía un trapo sobre la frente, pensó en que lo mejor sería llevarla al hospital, así que preparó un bolso con algunas cosas y lo dejó a un costado de la cama, para cuando le dieran permiso para salir. 
Esperó a que la niña se durmiera, cerró la puerta suavemente y salió al patio apurada, se instaló frente a la artesa, metió las manos y las sacó inmediatamente. Había dejado pasar mucho rato y el agua estaba congelada por el frío del invierno que se negaba a acabar. Fue a la cocina, una gran habitación alumbrada por una única ampolleta. Al centro, una mesa larga y cubierta de un mantel de hule amarillento y a cuadros, tan sucio como las paredes. Miró de reojo a las mujeres soñolientas que bebían café de higo y sacó de la cocina la tetera con agua hirviendo. No saludó a nadie, tampoco nadie reparó en ella. Dio vuelta sobre sus pasos y salió de la habitación al patio a verter el líquido sobre las sábanas. El agua apenas se entibió, pero al menos no se le congelarían las manos. Llenó la tetera con agua y la fue a devolver a la cocina, rato más tarde una mujer gritaría furiosa porque no había agua hervida para el café, pero a María Elisa no le importó -que se rajen -pensó.
La escobilla no estaba, se inclinó con los pechos llenos rozando la tabla mojada, metió las manos hasta el fondo, sintiendo la baba que cubría la madera, tocó el tapón y el trapo que lo rodeaba, sintió la tela y el desagradable roce con sus manos reblandecidas por el agua con jabón. Cuando al fin la encontró, tiró hacia sí la primera sábana y comenzó a restregarla con fuerza sobre la tabla, a los pocos minutos ya tenía enrojecida la almohadilla de la mano derecha, pero siguió y siguió  restregando hasta terminar, así podría llevar a la Rosita al hospital.
Colgó las sábanas y volvió a meterse a su pieza, una pequeña habitación hechiza al fondo del patio, que compartía con otra empleada de la casa de tolerancia, un burdel cubierto de tejas rojas ubicado al final de la calle Guillermo Gallardo, entre Doctor Marín y Santa Ana. Juntas, lavaban las sábanas y limpiaban el despelote cada día y cada noche.
María Elisa tenía un carácter infernal, mitad heredado y mitad formado por la crueldad de la época para con los niños. Había nacido en febrero de 1936, hija de un estibador de puerto y de una dueña de casa, la menor de 9 hermanos. Hubo otro después de ella, que nació débil desde el vientre de una madre que ya no tenía más energías ni nutrientes para transmitir a su último vástago. Andresito vivió enfermo y murió cuando tenía 3 años de una pulmonía. Aún podía recordar el llanto de su madre con el niño muerto en brazos, recordar el velorio del niño amarrado, semi-sentado y vestido con un trajecito de lana blanca y zapatitos nuevos de cuero blanco con hebillas. Nunca pudo olvidar que estaba como dormido, sobre la mesa del comedor cubierta con una sábana blanca, adornada de flores de colores, tampoco de cómo su padre y sus hermanos mayores se emborracharon ese día y tantos otros. Su madre se acostó después del entierro para no levantarse nunca más, hasta que falleció de pena, como decían todos. Siempre se preguntó cómo pudo amar tanto al último de sus hijos si tenía 9 más. Cuando su madre murió después de 1 año de depresión y agonía, María Elisa tenía 9 años, se había quedado sola en una casa gigante en la Población Modelo, a cargo de su hermana Isaura, de 13 años y bajo la crueldad de su hermano mayor Abdón de 16, un adolescente alcohólico y de mal carácter que no escatimaba tiempo para suministrar castigos y privaciones a los más chicos, entre los turnos del padre. Había días en que recibía palizas por no planchar bien una camisa, otros en no podía comer y otros en que simplemente no podía salir ni hablar con nadie, encerrada en la despensa. La casa se fue empobreciendo, hasta que 2 años después Abdón se fue a hacer su servicio militar y su padre instaló una nueva esposa, una viuda con 2 hijas de 8 y 9 años, que a las pocas semanas de llegada, dejó en claro quién mandaba y cómo serían las cosas. Pasó un año planchando, peinando, lavando y almidonando los vestidos de sus hermanastras, hasta que un día  su madrastra le pegó con un cinturón por quemar uno de ellos. Tan fuerte fueron los correazos, que la piel de la espalda le sangró. Durante todo ese día estuvo inmóvil, sentada en el suelo de la despensa, mascullando y transformándose en otra persona basada en la ira y el rencor. Esperó allí hasta que estuvo segura que no había nadie en casa, salió de la despensa y cual huracán comenzó a destruir todo a su paso. Tanta era su furia, que recordaba con orgullo haber levantado la cubierta de fierro de la cocina a punta de patadas. Contaba que no dejó nada sin destrozar, nada que hubiera sido tocado, cuidado o adquirido mientras su madre estuvo viva. En medio de los destrozos, entró Abdón que llegaba los viernes cada 15 días a lavar su ropa. Al ver el despelote y a quién lo había provocado, se sacó su cinturón, no sin antes insultarla con ahínco. María Elisa había estado esperando este momento, dejó de romper los platos en el piso, se paró de frente a él y tomó un palo debajo de la cocina, lo miró desafiante y esperó su primer movimiento. Abdón no advirtió a quién tenía al frente, cuando se abalanzó sobre ella seguro de su superioridad, María Elisa le asestó un violento y certero golpe entre medio de las piernas, justo en los testículos. Todavía podía ver su cara de dolor y como caía doblado frente a ella, que sin esperar un segundo le asestó otro palo en la espalda. luego se abalanzó sobre él, con tal fuerza que lo tiró de espaldas de una sola patada. Se montó sobre su estómago y lo agarró de la manzana de adán con una sola mano, con tanta fuerza que estuvo apunto de arrancársela de cuajo. -Si me vuelves a tocar te mataré, le dijo fuera de si. Luego, se levantó y lo pateó en el suelo, mientras Abdón horrorizado del animal que tenía encima, trataba de volver a respirar, con los ojos desorbitados y sin ninguna duda de que ella lo mataría en ese o en cualquier otro momento. A sus 18 años, con su traje de soldado raso, se revolcaba de dolor y humillación, mientras María Elisa hacía sus maletas tranquilamente, para nunca más volver. 
No era la primera vez que ella experimentaba un estado de enajenación de ese tipo. Había abandonado el colegio en primero de preparatoria, luego de un incidente similar. Era habitual en las escuelas la aplicación de castigos crueles, tanto físicos, como sicológicos. Ella no tenía muy buena cabeza, así que no pudo hacer la tarea de escribir 10 palabras con "a". La profesora, una mujer gorda, pequeña y de cara rosada, marcada por la epidemia de viruela de principios de 1900, la tomó del brazo cuando vio el cuaderno vacío y la puso frente al pizarrón a escribir 2 palabras, pero la pequeña niña no supo qué hacer con la tiza en la mano. Podía sentir tras de sí cómo todos sus compañeros se burlaban de sus piernas flacas y sus trenzas de caballo amarradas con cintas blancas. Cabeza gacha, tuvo que soportar los gritos de la profesora que la humillaba por ignorante; la pequeña María Elisa de pronto, levantó la cabeza, la miró con furia y le dijo "cállate vieja de mierda". La mujer regordeta abrió su grandes ojos redondos, se puso roja de rabia, agarró a la niña de las patillas y la metió bruscamente a la habitación del terror, una pequeña bodega de materiales desde donde se podían oír el llanto de los niños, en medio de la clase, cuando eran castigados ahí adentro. A ella no le había tocado estar antes allí, pero sabía que dentro había un muerto. Cuando se le pasó el dolor, se encontró de frente con el esqueleto de un hombre. Al verlo, se apoderó de ella la ira y en vez de llorar, se colgó de las osamentas y con un fuerte tirón las desparramó por el suelo de la pequeña, oscura y hedionda habitación. No conforme con el estruendo comenzó a patear todo lo que estaba a su alcance, desencajando las repisas y cada uno de los huesos del esqueleto en unos pocos segundos. No lloró, no gritó, pero una ira profunda y siniestra la dominó. Era una pequeña niña furiosa dentro de una caja, con espacio suficiente para levantar manos y piernas hasta desarmar todo. Fue tanto el escándalo que en vez de pasar media adentro, fueron solo 2 minutos. Cuando la profesora abrió la puerta, vio horrorizada a María Elisa, de frente con un hueso de fémur en la mano. La mujer no alcanzó a reaccionar cuando la pequeña de 6 años, le estampó el trocante mayor a la altura del hombro. La mujer dio un grito y cayó de espaldas. María Elisa atravesó el salón de clases, tomó su bolsón de cuero y no volvió a pisar un colegio nunca más. Había alcanzado a aprender a escribir su nombre y con eso era suficiente.

jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 1: Los 4 padres de una única hija - Parte III

Buenos días -dijo formalmente- ¡buenos días! -respondieron tímidamente los presentes, agachando la mirada., ¡Buenos días! - repitió él, imponiendo su posición de autoridad gubernamental-, ¡buenos días! le respondieron a coro, elevando un poco la voz. Comparecen ante mi, María Edubigis Cuyul Llautureo, de nacionalidad chilena, cédula de identidad, 8.135.433-0, domiciliada en 21 de mayo 303, Coyhaique y don Juan Eliseo Huichapani Coliboro, cédula de identidad: 7.403.212-K, de nacionalidad chilena, domiciliado en  21 de mayo 303, Coyhaique. La ceremonia de casamiento prosiguió entre la lectura de los antecedentes de los contrayentes y testigos, información de consentimiento, artículos del código civil, derechos y deberes, hasta llegar la única cosa importante, saber si estaban dispuestos a recibirse el uno al otro como marido y mujer. A las 10:49 de la mañana los dos cholitos estaban felizmente casados por las leyes civiles del estado de Chile de 1974. Carlitos una vez terminada su representación, selló el acta con la firma de los testigos, cónyuges, sin evitar reparar que tres de ellos apenas sabían estampar una firma. Inscribió la ceremonia en el libro con su elaborada caligrafía, como solía hacerlo desde hacía 12 años cuando partió en el Registro Civil de Temuco. Hizo entrega de las libretas de familia y cerró luego el grueso ejemplar, para después darle un fuerte abrazo a la novia, hasta sentir sus grandes senos contra su pecho y dio un formal apretón de manos al retaco marido.

Cuando todos se hubieron retirado, Carlos tomó el libro y se dirigió tranquilamente a su oficina. Don Carlitos -dijo la Sra. Carmen, la secretaria- a las 15:00 hrs es el próximo matrimonio. Él asintió y le dirigió una sonrisa de jefatura acosadora, ante la cual la Sra. Carmen respondió con tímida cortesía.

Carlos cerró la puerta tras de sí y triunfal se sentó tras su escritorio de madera de Ciprés. Dejó el libro sobre el archivero y se recostó en su sillón de cuero, de espaldas a la amplia imagen de Augusto Pinochet sonriente, cruzado de una banda tricolor. Luego de unos instantes fijó la vista en la hoja que estaba puesta en su máquina de escribir. Aún debía terminar una inscripción de defunción. El día anterior había tenido que ir a la morgue a identificar a Juan Pedro Cárdenas Añiñir, cédula de identidad 12.567.457-7, fallecido accidentalmente en el aserradero, luego de que uno de sus gruesos tirantes de cuero quedara enganchado debajo de un trozo, sobre la cinta transportadora. No tuvo tiempo de darse vuelta, ni de zafarse, ni de afirmarse, la cinta le dio un fuerte tirón hacia atrás, el joven se fue de espaldas, trastabillando y su cabeza fue a dar directamente a los dientes de la sierra clase #3, que recién esa semana habían terminado de afilar.

Carlos era un hombre con tiempo, trabajólico. Después de unos segundos de reflexión, dio un empujón hacia adelante a su silla, se incorporó recto y comenzó a teclear, en Coyhayque, a 12 de junio....Una vez finalizadas las formalidades, sacó la hoja, tomó su lápiz y con extrema hidalguía hizo su estilizada firma oficial, pronto entraría la Carmencita a retirar la documentación.

Miró su reloj y aún era temprano, hacía mucho frío, así que se levantó y prendió una pequeña estufita a gas para continuar firmando certificados de nacimiento, una autorización de traslado de cadáver desde Coyhaique Alto, entre otros documentos. Alas 13:00 hrs, estiró su delgada corbata, se acomodó el grueso cinturón, planchó con sus manos heladas su pantalón recto y ajustado a la cintura y se puso su abrigo de lanilla a cuadrillé. A los 42 años, ya podía sentir el viento torturando su mollera, anticipo de una inminente calvicie, así que antes de salir, tomó su sombrero del perchero y salió caminando hacia su casa a almorzar.

Su casa había sido adquirida a través de un subsidio, como era solo ya le faltaba muy poco para terminar de pagarla a punta de adelantos. Cuando llegó, prendió la cocina a leña, sacó del refrigerador una olla con cazuela, que preparaba los días domingos para toda la semana. Abrió un tarro de arvejas y a pesar del frío vertió el jugo en una taza, le puso limón, sal y se lo bebió; él no era un hombre de desperdiciar comida. Mientras la cazuela se calentaba, se sentó en su sillón rojo de cotele a mirar televisión en blanco y negro. El único canal era TVN donde a esa hora se hablaba de atentados terroristas y donde Pinochet mostraba la magnificencia de sus decisiones radicales, para rescatar al país de la recesión en la lo había sumido el suicida de Allende.

El calor de la cocina a leña abarcó rápidamente su pequeña casa de población. Fue a la cocina, sacó el afilador y mientras daban el Festival de la Una, se dispuso a afilar el cuchillo que llevaba atado a la cintura. En la tarde iría a un asado a la casa de don Renán a celebrar el cumpleaños de Fernandito, su mejor jugador de basquetball, así que tenía que tener el cuchillo bueno para comer cordero.

A las 2 de la tarde, ya había almorzado y bebido café, estaba dejando apagar el fuego y antes de salir de regreso a la oficina, admiró el único objeto valioso que poseía, una réplica de 50 cm de la estatua de Caupolicán de Nicanor Plaza, hecha en fierro y apostada a la entrada. Se había traído consigo desde Loncoche, su anterior parada como Oficial Civil.

Continuará...

miércoles, 7 de mayo de 2014

Capítulo 1: Los 4 padres de una única hija - Parte II

Se había cortado la luz a las 11:37, un camión cargado de leña le dio en pleno al viejo poste de pino de Libertad con 21 de mayo. Quizás para cuándo lo van a arreglar -pensó-, mientras mezclaba jugo de limón con leche condensada. De la cocina, impregnada del aroma del azúcar y la mantequilla, salía constante el vapor de una gran tetera que relucía sobre la cubierta de fierro recientemente repasada con virutilla, Klenzo y el aluminio de los tarros de café. Que fea esa gallina bordada, está toda sucia, voy a bordar un sobrero para cambiar ese tomador, se dijo para sí, mientras batía con vigor las claras a mano.

Llevaba algunos meses ayudando a la señora Marisa, una amiga de años de su familia, que había desistido del campo y migrado a Coyhaique. Tenía una rotisería en el lado de afuera, así que lucita se hacía cargo de la casa y de cuidar a la señora Herminía que a sus 73 años ya no podía hacer aseo, ni preocuparse de las labores domésticas. Don Renán seguía vendiendo corderos y de vez en cuando se juntaba con el papá de ella en el campo a cruzar un par de palabras, mientras cargaban el camión.

Alas 12 en punto sonaron las campanas de la iglesia, así que dejó las claras ya endurecidas para revolver la olla de cazuela de osobuco que comenzaba a hervir para el almuerzo. Don Renán llegaba a las una y cuarto en punto, así que estaba con tiempo para terminar el pie, trapear el piso de la cocina y limpiar unas manchas de comida que quedaron en el choapino del pasillo de la entrada.

A sus 20 años Lucy ya podía ganar un campeonato de orden y aseo, todos la adoraban en la casa; aun cuando su genio estaba precedido de una arruga que cruzaba su entreceja de lado a lado, delatando no sólo sus emociones presentes, sino que también la amargura de su pasado. A las 5 tenía que pasar a buscar a su hija a la casa de su hermana. Hace 2 años que no se hablaba con sus padres, pero al menos la tenía a ella como apoyo.

Lucita, -dijo la señora Herminia tras de ella- hijita quiero ir al baño, acompáñame por favor. Lucy dejó las revolturas, asintió y tomó a la señora Herminia del brazo pensando en cuándo le podrían una baranda de apoyo en el baño a esta señora, que no podía sentarse ni pararse sola de la taza. El baño estaba muy frío, falta que le dé una pulmonía -pensó-, así que entró primero y cerró la ventana y la cortina de la tina, dejando a la anciana afirmada del marco verde agua de la puerta, luego la ayudó a entrar, bajarse las gruesas panties de lana, los calzones blancos de algodón, dejando al descubierto colgajos de carne senil, que alguna vez fueron unas vigorosas piernas de campo. Un dolor de espalda la cruzó mientras la sujetaba rodeando su cintura por el costado, mirando con impaciencia hacia la puerta y descubriendo cómo faltaba una porción de pintura debajo del enganche del pestillo. La viejita se agarraba de ella y por el otro lado se afirmaba del lavamanos que estaba suelto y que cualquier día caería sobre sus pies. Mientras se sentaba suavemente en la taza, Lucy pensó que lo más difícil de todo era soportar el olor, el olor a feca de anciana, la putrefacción del funcionamiento gastado de los intestinos de la señora. Tuvo que inevitablemente agacharse para sacar el confort y aguantar la respiración para no vomitar. Oye lucita, dijo la anciana, ¿hoy van a hacer asado?. Lucy la levantó y limpió suave y repetidamente. Sí -dijo- van a celebrar el cumpleaños de Fernando. La anciana hizo una mueca de disgusto, entornó los ojos y bufó, mientras se incorporaba. Lucy se aseguró de que pudiera afirmarse sola, desdobló el algodón, lo subió con lentitud para no desestabilizarla mientras estaba con las panties en los tobillos y agarrada sólo del lavamanos verde agua. Luego, tomó las panties y repitió el gesto, mientras la mujer se apoyaba en su espalda, -sintió nuevamente un dolor, ahora en el hombro y el peso de un cuerpo muerto, mientras con disgusto terminaba de arreglarla, bajarle la falda de lanilla gris y ordenarle el delantal. Se fijó que la señora se había puesto las zapatillas de casa al revés y aunque intentó dejarlo pasar, su sentido estricto del orden le hizo decir, siéntese en la taza doña Herminia, le voy a dar vuelta las chancletas, que se las puso al revés. Cerró la tapa, tiró de la cadena y nuevamente tuvo que soportar el peso, la posición y la licencia de la edad de la mujer sobre su espalda, mientras corregía el hecho insoportable de que las chancletas estaban mal puestas.

Volvieron conversando del menú del almuerzo, ya eran las 12:17 y el vacuno hervía a borbotones desprendiendo un vapor aroma de caldo de hueso, médula, ají de color y ajo, por sobre la mantequilla y el azúcar. Lucy quiso vomitar con tanta mezcla, la pulcritud a la que estaba costumbrada se hizo presente, en el recuerdo de su madre desvistiéndola en la entrada y trapeándola con vigor en la cocina, porque tenía olor a cuero de cordero. Recordó el olor de la franela, el aroma a aire libre y leña húmeda y pudo sentir calma y nostalgia. Los aromas de su infancia nunca combinaron más de 2 esencias. Su madre, con obsesiva insistencia limpiaba e impedía la saturación de olores, con el argumento de que le daban ganas de vomitar.

Puso la mezcla de leche condensada sobre la masa que reposaba sobre la mesa de la cocina, y finalmente cubrió todo con una gruesa capa de claras de huevo batidas. Abrió la puerta del horno y metió el molde adentro. Ya no quedaban palos de leña en el fuego, así que se enfundó una bufanda de lana y salió al patio a recoger palos, los entró, los puso debajo de la cocina, sobre la lata de aluminio, corrió unas botas y terminó la cazuela.

A las 1 en punto había limpiado todo lo que se había propuesto, tenía la mesa lista, había preparado ensalada de lechugas de la huerta y esperaba poder pedir permiso para irse a la hora, quería ir a buscar a la niña y evitar quedarse para el asado. Ya sabía que eso daría para largo. De pronto vio por la ventana a don Renán llegar, estacionar la camioneta, abrir la parte de atrás y bajar un cordero que venía amarrado de las patas. Lucy pensó unos momentos en la vida del animal, que pronto sería sacrificado, pero se deshizo rápidamente de esos pensamientos para salir a abrir el portón de la calle.

Don Renán venía encorvado por el peso del animal, atravesó el portón de madera y lo descargó cual bulto sobre el pasto. El cordero dio un grito y se quedó respirando agitado tratando de safar sus patas. Hola Lucita - dijo él- Hola don Renán - dijo ella - ¿cómo le fue?, más o menos no más che, se perdieron unas ovejas, así que les dejé dicho que le pongan escopeta si sienten cualquier ruido, me tinca que anda un bicho arriba, pero no pillamos ni rastro, así que en una de esas se las están robando.

Lucy cerró el portón, le puso el alambre y le dijo que los pumas dejan al animal cerca, que lo más probable es que se los esté llevando alguien. Don Renán no la escuchó, estaba sacudiéndose y dejando su grueso abrigo de chiporro en el clavo de la pared del quincho. Se sacó las botas de goma y entró con sus calcetines de lana derecho al baño.

A la hora del almuerzo él dijo que a las 4 iba a llegar Lucho a matar al cordero, que prepararan la fuente con cilantro y el limón para comer ñache. Lucy le preguntó si se podía ir temprano, era viernes y a las 5 quedó de ir a buscar a la niña a la casa de su hermana. Don Renán le dijo que la trajera, así la chiquilla jugaba con su nieto, que compartiera con ellos. La arruga en la entreceja delató su disgusto, eso significaba trabajar hasta tarde, pero todos la ignoraron mientras sorbeteaban la sopa, ponían la carne y las papas en un plato para meter la chuchara completa en el caldo.

Terminado el almuerzo, Lucy lavó los platos en silencio, repitiéndose por dentro que su pega llegaría hasta ahí no más, luego pensó en el sueldo, en que la niña necesitaba pantalones nuevos, en que tenía que comprar papas y harina para la casa y en que tenía que llamar a su hermana para que abrigue a la niña para traerla en el colectivo. Hacía mucho frío.

Continuará

martes, 6 de mayo de 2014

Capítulo 1: Los 4 padres de una única hija - Parte I

Mi padre había nacido en el seno de una familia tradicional proveniente de Concepción y arraigada en Temuco a fines de la década de los 20's. Nació en un Chile completamente vulnerable en lo social, que comenzaba a sufrir los efectos de abrirse a la economía internacional. Nació en un contexto donde la anarquía política llevaba a las familias bien constituidas e ignorantes a adorar ideas racistas y de derecha. De madre estricta al nivel de la crueldad y padre trabajador, proveedor y ajeno; perteneció a una familia ejemplo para la iglesia católica. Tuvo una situación económica privilegiada y llegó a este mundo cuando la economía chilena comenzaba a recuperarse de la crisis del '29. Carlos fue el segundo hijo menor, pues tenía mellizo y un hermano mayor. La universidad no era pilar del desarrollo social en ese momento; pero la buena caligrafía sí, eso daba acceso al servicio público, así como la disciplina y la moralidad abrían las puertas de las fuerzas armadas, sendas posiciones de poder, validadas por un estado militarista y patriarcal, donde saber leer y escribir o portar un uniforme perpetuaban la supremacía sobre las castas inferiores. Hombre de costumbres formadas en un ambiente de cariño y moral disfuncional, tuvo licencia para hacer lo que quiso. Mi padre nunca se casó y nunca tuvo hijos. Alcanzó a vivir 72 años, antes de morir de manera sorpresiva en agosto del 2006, a unos días de cumplir los 73 años. Durante su vida conoció a muchos presidentes; pero simpatizó con Pinochet a quien consideraba un salvador del Marxismo - Leninismo; de Derechos Humanos, ni hablar, lo evidente fue invisible a sus pequeños y redondos ojos. Una displasia en la cadera infantil lo hizo un adulto cojo; no pudo dedicarse a los deportes como profesional, pero eso no le impidió vivir años en el gimnasio y haber practicado y dirigido varios clubes de basquetball. Su cojera le impidió seguir una carrera militar en la aviación, aunque igual ingresó a la academia. Creo que su máxima frustración fue no haber tenido una hija.
Se jactaba de ser un gran lector y lo que tuvo fue una gran biblioteca; pienso que en eso me parezco a él, de no haber aprendido nada de la lectura. Fue fundador de museos, de clubes de tango, un optimista y alegre viejo cojo y pelado, malo para el truco, bebedor y vividor, desaseado, deslenguado, desubicado y como yo, un mal escritor.

Mi madre fue hija de un administrador de estancias en la Patagonia de Aysén, una tierra de historia casi
desconocida, donde los colonos se instalaron abriendo fuego al territorio para obtener las 120 has que entregaba el gobierno a cada familia a cambio de ampliar el territorio; ésto, en base a la equivocada política de la Caja de Colonización de la época de los 20's. Mi madre nació desde donde huyeron los indígenas del fuego, a morir a la otra Patagonia, la de Punta Arenas, allí donde posteriormente fueron exterminados desde las orejas hasta la cultura. En la década de los 50´s ya habían en Aysén grandes estancieros viviendo entre Chile y Argentina; donde ella creció en el devenir de las invernadas y veranadas de ganado ovino y vacuno. Vivió sus primeros años recorriendo múltiples localidades de la Región, en el seno de una familia grande y estructurada, que no pasó hambre extrema a pesar de los rigores del tiempo, eran empleados acomodados en una casa extremadamente higiénica y conservadora. Un núcleo cerrado por la nieve y el mal tiempo. Mi madre fue hija de los insufribles caminos, de los interminables inviernos, del rigor y de sus enfermedades. Mi madre tuvo una madre pulcra, ejemplar y estoica, un padre quieto y casual; nació y creció en un mundo pequeño, hostil y machista. Ella fue la niña mayor, tuvo 2 hermanos varones y 2 hermanas; todos aprendieron a limpiar, las labores de la pampa patagónica, moraron paisajes que no tengo palabras para describir, aprendieron a esquilar, a tejer y a bordar. El colegio lo terminaban los valientes y los que lograban obtener los zapatos, los abrigos y la movilización necesarias para asistir; ella no lo logró, sus impedimentos imaginarios o no, la hicieron débil ante la crueldad de la educación rural y de los internados. A los 20 años ya lo había perdido todo en un incendio, no había terminado el colegio, ya sus padres habían intentado cubrir la deshonra de la familia, arrebatándole su primera hija, ya tenía una segunda en brazos y prontamente me tendría a mi para coronar su desarraigada figura.
Yo fui la hija apartada, la que se robó su genio y figura. Me quedé a propósito con su cara, sus manos, su cuello corto, su lunar en la barbilla. Me quedé con sus ojos negros y brillantes, con su tono de voz. Les dejé tan poco a mis hermanos y desarrollé de forma inexplicable el gusto por la limpieza, la severidad y el acento en las palabras de una madre que nunca oí.

Mis padres sólo tuvieron en común sus ideas de derecha, alguna cercanía hacia un Dios castrador y el haber estado al mismo tiempo y en el mismo lugar en Coyhaique. Mis padres sólo tuvieron en común unas cuantas noches, unas cuantas palabras sin mucho afecto y trasfondo. Ambos se despreciaron desde su herencia cultural, desde su precario entendimiento de la moral y el amor. Yo fui la tercera hija sin padre de mi madre; el segundo hijo sin padre de mi padre.

Continuará

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