A la hora de almuerzo la niña no había comido casi nada, estaba decaída desde hacía varios días, tenía una tos profunda y seca, se le hundían las costillas, no estaba respirando bien, María Elisa la cubrió de coles para bajarle la fiebre, pero la niña tiritaba, se retorcía y lloraba, poniéndose de color rojo amoratado, así que mejor decidió dejarla descansar después de dar vuelta las hojas al menos un par de veces. Mientras le ponía un trapo sobre la frente, pensó en que lo mejor sería llevarla al hospital, así que preparó un bolso con algunas cosas y lo dejó a un costado de la cama, para cuando le dieran permiso para salir.
Esperó a que la niña se durmiera, cerró la puerta suavemente y salió al patio apurada, se instaló frente a la artesa, metió las manos y las sacó inmediatamente. Había dejado pasar mucho rato y el agua estaba congelada por el frío del invierno que se negaba a acabar. Fue a la cocina, una gran habitación alumbrada por una única ampolleta. Al centro, una mesa larga y cubierta de un mantel de hule amarillento y a cuadros, tan sucio como las paredes. Miró de reojo a las mujeres soñolientas que bebían café de higo y sacó de la cocina la tetera con agua hirviendo. No saludó a nadie, tampoco nadie reparó en ella. Dio vuelta sobre sus pasos y salió de la habitación al patio a verter el líquido sobre las sábanas. El agua apenas se entibió, pero al menos no se le congelarían las manos. Llenó la tetera con agua y la fue a devolver a la cocina, rato más tarde una mujer gritaría furiosa porque no había agua hervida para el café, pero a María Elisa no le importó -que se rajen -pensó.
La escobilla no estaba, se inclinó con los pechos llenos rozando la tabla mojada, metió las manos hasta el fondo, sintiendo la baba que cubría la madera, tocó el tapón y el trapo que lo rodeaba, sintió la tela y el desagradable roce con sus manos reblandecidas por el agua con jabón. Cuando al fin la encontró, tiró hacia sí la primera sábana y comenzó a restregarla con fuerza sobre la tabla, a los pocos minutos ya tenía enrojecida la almohadilla de la mano derecha, pero siguió y siguió restregando hasta terminar, así podría llevar a la Rosita al hospital.
Colgó las sábanas y volvió a meterse a su pieza, una pequeña habitación hechiza al fondo del patio, que compartía con otra empleada de la casa de tolerancia, un burdel cubierto de tejas rojas ubicado al final de la calle Guillermo Gallardo, entre Doctor Marín y Santa Ana. Juntas, lavaban las sábanas y limpiaban el despelote cada día y cada noche.
María Elisa tenía un carácter infernal, mitad heredado y mitad formado por la crueldad de la época para con los niños. Había nacido en febrero de 1936, hija de un estibador de puerto y de una dueña de casa, la menor de 9 hermanos. Hubo otro después de ella, que nació débil desde el vientre de una madre que ya no tenía más energías ni nutrientes para transmitir a su último vástago. Andresito vivió enfermo y murió cuando tenía 3 años de una pulmonía. Aún podía recordar el llanto de su madre con el niño muerto en brazos, recordar el velorio del niño amarrado, semi-sentado y vestido con un trajecito de lana blanca y zapatitos nuevos de cuero blanco con hebillas. Nunca pudo olvidar que estaba como dormido, sobre la mesa del comedor cubierta con una sábana blanca, adornada de flores de colores, tampoco de cómo su padre y sus hermanos mayores se emborracharon ese día y tantos otros. Su madre se acostó después del entierro para no levantarse nunca más, hasta que falleció de pena, como decían todos. Siempre se preguntó cómo pudo amar tanto al último de sus hijos si tenía 9 más. Cuando su madre murió después de 1 año de depresión y agonía, María Elisa tenía 9 años, se había quedado sola en una casa gigante en la Población Modelo, a cargo de su hermana Isaura, de 13 años y bajo la crueldad de su hermano mayor Abdón de 16, un adolescente alcohólico y de mal carácter que no escatimaba tiempo para suministrar castigos y privaciones a los más chicos, entre los turnos del padre. Había días en que recibía palizas por no planchar bien una camisa, otros en no podía comer y otros en que simplemente no podía salir ni hablar con nadie, encerrada en la despensa. La casa se fue empobreciendo, hasta que 2 años después Abdón se fue a hacer su servicio militar y su padre instaló una nueva esposa, una viuda con 2 hijas de 8 y 9 años, que a las pocas semanas de llegada, dejó en claro quién mandaba y cómo serían las cosas. Pasó un año planchando, peinando, lavando y almidonando los vestidos de sus hermanastras, hasta que un día su madrastra le pegó con un cinturón por quemar uno de ellos. Tan fuerte fueron los correazos, que la piel de la espalda le sangró. Durante todo ese día estuvo inmóvil, sentada en el suelo de la despensa, mascullando y transformándose en otra persona basada en la ira y el rencor. Esperó allí hasta que estuvo segura que no había nadie en casa, salió de la despensa y cual huracán comenzó a destruir todo a su paso. Tanta era su furia, que recordaba con orgullo haber levantado la cubierta de fierro de la cocina a punta de patadas. Contaba que no dejó nada sin destrozar, nada que hubiera sido tocado, cuidado o adquirido mientras su madre estuvo viva. En medio de los destrozos, entró Abdón que llegaba los viernes cada 15 días a lavar su ropa. Al ver el despelote y a quién lo había provocado, se sacó su cinturón, no sin antes insultarla con ahínco. María Elisa había estado esperando este momento, dejó de romper los platos en el piso, se paró de frente a él y tomó un palo debajo de la cocina, lo miró desafiante y esperó su primer movimiento. Abdón no advirtió a quién tenía al frente, cuando se abalanzó sobre ella seguro de su superioridad, María Elisa le asestó un violento y certero golpe entre medio de las piernas, justo en los testículos. Todavía podía ver su cara de dolor y como caía doblado frente a ella, que sin esperar un segundo le asestó otro palo en la espalda. luego se abalanzó sobre él, con tal fuerza que lo tiró de espaldas de una sola patada. Se montó sobre su estómago y lo agarró de la manzana de adán con una sola mano, con tanta fuerza que estuvo apunto de arrancársela de cuajo. -Si me vuelves a tocar te mataré, le dijo fuera de si. Luego, se levantó y lo pateó en el suelo, mientras Abdón horrorizado del animal que tenía encima, trataba de volver a respirar, con los ojos desorbitados y sin ninguna duda de que ella lo mataría en ese o en cualquier otro momento. A sus 18 años, con su traje de soldado raso, se revolcaba de dolor y humillación, mientras María Elisa hacía sus maletas tranquilamente, para nunca más volver.
No era la primera vez que ella experimentaba un estado de enajenación de ese tipo. Había abandonado el colegio en primero de preparatoria, luego de un incidente similar. Era habitual en las escuelas la aplicación de castigos crueles, tanto físicos, como sicológicos. Ella no tenía muy buena cabeza, así que no pudo hacer la tarea de escribir 10 palabras con "a". La profesora, una mujer gorda, pequeña y de cara rosada, marcada por la epidemia de viruela de principios de 1900, la tomó del brazo cuando vio el cuaderno vacío y la puso frente al pizarrón a escribir 2 palabras, pero la pequeña niña no supo qué hacer con la tiza en la mano. Podía sentir tras de sí cómo todos sus compañeros se burlaban de sus piernas flacas y sus trenzas de caballo amarradas con cintas blancas. Cabeza gacha, tuvo que soportar los gritos de la profesora que la humillaba por ignorante; la pequeña María Elisa de pronto, levantó la cabeza, la miró con furia y le dijo "cállate vieja de mierda". La mujer regordeta abrió su grandes ojos redondos, se puso roja de rabia, agarró a la niña de las patillas y la metió bruscamente a la habitación del terror, una pequeña bodega de materiales desde donde se podían oír el llanto de los niños, en medio de la clase, cuando eran castigados ahí adentro. A ella no le había tocado estar antes allí, pero sabía que dentro había un muerto. Cuando se le pasó el dolor, se encontró de frente con el esqueleto de un hombre. Al verlo, se apoderó de ella la ira y en vez de llorar, se colgó de las osamentas y con un fuerte tirón las desparramó por el suelo de la pequeña, oscura y hedionda habitación. No conforme con el estruendo comenzó a patear todo lo que estaba a su alcance, desencajando las repisas y cada uno de los huesos del esqueleto en unos pocos segundos. No lloró, no gritó, pero una ira profunda y siniestra la dominó. Era una pequeña niña furiosa dentro de una caja, con espacio suficiente para levantar manos y piernas hasta desarmar todo. Fue tanto el escándalo que en vez de pasar media adentro, fueron solo 2 minutos. Cuando la profesora abrió la puerta, vio horrorizada a María Elisa, de frente con un hueso de fémur en la mano. La mujer no alcanzó a reaccionar cuando la pequeña de 6 años, le estampó el trocante mayor a la altura del hombro. La mujer dio un grito y cayó de espaldas. María Elisa atravesó el salón de clases, tomó su bolsón de cuero y no volvió a pisar un colegio nunca más. Había alcanzado a aprender a escribir su nombre y con eso era suficiente.