La chancha tenía nombre, la Perica 1, la Perica 2 y así sucesivamente, un chiquero y colación 2 veces al día. Junto con el almuerzo, también se cocínaba la comida de la chancha, porque era medio siútica, no comía su comida cruda, ni sucia, así que para nosotros era habitual almorzar con un olor, mezcla de tierra y afrecho. El problema era que con las verduras de una familia compuesta por 3 personas, no era suficiente para alimentar su envergadura, así que había que recurrir a un sistema de engorda colectiva. Mi papá repartía tachos a los vecinos y ellos gentilmente depositaban ahí sus residuos orgánicos (así se llaman ahora) y diariamente mi viejo, con su andar cancino, recolectaba las donaciones. Así la chancha vivía un año entero con nosotros engorda que engorda, limpiecita y feliz. Pasado un tiempo y dependiendo de sus habilidades humano/sociales, recibía permiso para caminar por el patio; un patio grande, no como los de ahora; hozar la tierra, revolcarse, ponerse en la puerta e iniciar una matutina conversación con mi mamá, que cada año se autocomprometía a no encariñarse con la Perica, puesto que iba a ser el sustento de nuestra pequeña familia. Así, en la crianza de la chancha participábamos nosotros y todo el vecindario.
Cuando llegaba el día del sacrificio, mi madre no sólo no había cumplido su auto-compromiso, sino que se había dejado atrapar por el afecto, había jugado con la chancha y entablado una relación ella. Mi madre conversaba con las Pericas cada mañana, enseñándoles gracias y aplaudiendo aquellas surgidas espontáneamente. Ese día salía se enfundaba su único abrigo y salía muy temprano, conmigo a la rastra y desaparecíamos hasta la noche. Mi padre, que también se había rendido a los encantos de la chancha, se había sumado en más de alguna ocasión a los juegos en el patio. Todavía lo recuerdo en la época de poda, corriendo atrás de ella como un niño, cuando la Perica se metía entremedio de los rosales a robarle las ramas recién podadas y religiosamente apiladas para la basura. Ella moviendo su mini cola, él, mi papá en pose de arquero, esperando el próximo movimiento, mirándose frente a frente y la Perica cual perro picarón, corriendo para que la atrapen y le quiten las ramas. Seguramente ese día mi padre lloraba mientras enterraba el cuchillo certero y endurecía su corazón pues estaba designado, sin que él lo pidiera, como aquel que debía cumplir la dura tarea de proveernos de manteca, carne y embutidos para soportar el invierno Patagón. Para mí, por la tarde siempre había una pelota de vejiga, secándose detrás de la cocina, mientras cenábamos sin hablar y sin la Perica.
Por la tarde, mi madre regresaba enojada y triste, a realizar mecánicamente las labores de lavado de tripas, cortes, empaquetados, fusión de la manteca, preparación de chicharrones, una que otra tragua sobre la cocina a leña y por las noches lloraba. Yo misma la ví echando sus lagrimones por varios días mientras lavaba la loza, mirando por la ventana con nostalgia, hacia el chiquero....
Al otro día, comenzaba el proceso de la repartija del chancho a todos los vecinos que habían colaborado con el sustento de la Perica. En orden decreciente, la mejor parte para el vecino que más comida puso, pero mi mamá no disfrutaba de este ejercicio, sobre todo porque nuestra familia era muy humilde y repartir a su chancha implicaba un par de días menos de carne; pero mi vieja era una mujer de palabra y mi padre un pepe grillo moralista, así que a regañadientes y todo le entregaba los paquetitos nominativos, que después eran afectuosamente recibidos por los vecinos.
Hice toda esta reminiscencia, pues se asemeja a la política de nuestro país. Mi madre hacía promesas, necesitaba de colaboradores para hacer crecer su proyecto, su chanchita; pero luego no quería repartir, ni perder ni uno. Igual que lospolíticos vetustos que entregan paquetitos a los grupos que apoyan su candidatura, en el mismo orden decreciente. La chancha repartida sólo entre algunas personas. Mi madre no era una mala persona, los políticos seguramente tampoco, seguro que sienten afecto por su chancho, su proyecto, su posición, como no, si alimenta bastante bien a su familia...
Después de unos 3 años de criar chanchas blancas, mi madre decidió no volver nunca más a hacerlo, era una sentimental la vieja. Igual que un político que un día decide dar un paso al lado, para ella la única manera de salirse del círculo vicioso, fue empezar a comprar carne en el supermercado; probablemente su decisión hizo que después Agrosuper fuera lo que hoy es. Se comenzaron a criar chanchos de forma industrial y a repartir la carne entre otras familias que colaboran con este tipo de engorda, incluso comenzaron a criar chanchos negros y con diversidad sexual.
Como en el caso de la chancha, mis vecinos eran partícipes de un proyecto y recibían su parte. Si esperamos que un candidato cumpla con el sueño de una educación pública, de calidad y gratuita hay que ser parte de ese proyecto, como la vecina de la esquina que llena el tacho, de lo contrario, dejamos que los políticos engorden chanchos que no dan manteca, como se ha dado en todos los gobiernos de la concertación y en éste de la derecha.
Ya no estamos en época de llenar el tarro con cáscaras, pero sí podemos tener participación ciudadana y para ello tenemos que luchar para definir en conjunto cómo queremos que ese chancho sea y cómo se va a repartir después, tenemos que trabajar para que el el administrador del chancho no sea un corrupto que después lo reparta entre 7 familias, sino que de alguien que reparta un porcentaje equitativo para todos, sobre todo porque en Chile no tenemos posibilidad de criar mega chanchos todavía, entonces hay que engordarlo equitativamente y repartirlo donde más se necesite.
Mi madre era una mujer política, nosotros también.